Pelo largo, pelo corto

Es viernes y estoy en una peluquería. Mi cabello está en orden, lo corté hace una semana, pero he vuelto en busca del incierto intento de escapar a la amenaza de convertirme en una ama de casa promedio, de esas que al sentirse emocionalmente seguras sucumben a la tentación de rebelarse contra los labiales, los tacones y los peines, y acaban por aparentar varios años más de los que tienen, varias penas más de las que en realidad han tenido que sufrir.

Entre el bramido destemplado de los secadores de cabello suena Miguel Bosé:

Panteras son; vigilan mi destierro,
Me he condenado y en ellos yo me encierro,
¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?
¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?

Hay mucha gente, mujeres en su mayoría, con intereses que van desde una manicura sencilla hasta un peinado artístico, de esos que aparecen en los desfiles de moda y parecen imposibles de usar en el mundo real. Yo soy la número seis y, con el tiempo en contra, no estoy segura de completar el capricho de hacer que otro me lave la cabeza. Recuerdo el sinfín de pendientes hogareños que me esperan y las pocas horas que tengo para cumplirlos, pero me quedo porque me vence el hedonismo al imaginar las uñas rascando mi cuero cabelludo atestado de champú.

“No cometas el mismo error que todas”, me recuerdo viéndome a los ojos en un espejo con aumento que me hace lucir desproporcionada, amenazadora. Mi madre fue coqueta hasta que se casó y luego, cuando hubo destrozada su feminidad, sustituido su glamour por el talento para fregar platos, fue reemplazada por una mujer con maquillaje. Yo, negada a pasar por lo mismo, decido que las cosas serán así desde hoy: una visita frecuente al salón de belleza para que los secadores de cabello alejen con sus bocas de dragón el frío de la rutina, la melancolía por la soltería perdida.

Soy la sexta de la fila. No hay revistas a menos que quiera leer chismes de farándula de ejemplares publicados hace dos o más años. Me resigno a perder tiempo. Espero.

-Todos son la misma mierda, ¿no? –Sus pómulos pronunciados y su larguísima cabellera me toman por asalto.

-¿Perdón?

-Los hombres. Hijos de puta. No sé qué le habrán hecho a usted, pero me lo puedo imaginar: un pelo tan corto equivale a una canallada muy grande… ¿Fue hace mucho?

Por un instante pienso en decirle la verdad: por ahora no hay canallas en mi vida; mi cabello fue muy largo, sí, durante los seis años en los que no lo corté, pero su estado actual no se deriva del terror ni del despecho. Lo corté, simplemente, porque creí que luciría mejor.

Sin embargo, esa mujer de facciones invasivas es mi única alternativa al silencio ensordecido por las secadoras. La miro y me gestiono una expresión lánguida:

-Un hijo de puta, sí. Como aún no le ha tocado a usted: un cabello tan largo equivale a una pareja plena –respondo en un intento por crear un paralelismo con su frase.

-Es verdad, era verdad hasta ayer… sepa que por eso estoy acá.

-¿Ah, sí?

-El cabello largo no le deja ver bien ni su propia casa: todo empieza con una llegada tarde y termina con un mordisco en su ingle.

-¿La ha mordido su marido? –Pregunté confusa.

-Ojalá, mujer, pero tiene meses que ni me toca… ¡Lo han mordido a él! ¿Lo puedes creer? Dice que sale a trabajar y llega con un mordisco…

Ella sigue hablando, de pronto noto que me tutea, superó la distancia con la que rompió el hielo. Enseguida comprendo que intenta desahogarse conmigo. Me niego a ceder al tuteo tan brevemente. Lleva tal vez tres minutos hablando pero yo no la escucho: estoy atónita por el detalle del mordisco, intentando recordar si en el cuerpo de mi esposo hay alguna marca que levante sospechas. Ella parece notar mi dispersión, pero antes de que calle asiento para invitarla a seguirme contando lo que sea que me esté diciendo y, entonces, recibido mi gesto, ella continua su discurso:

-¿Sabes? Mi abuela siempre me enseñó que morder al marido es algo que se hace solamente si no es tuyo. Es como una nota de secuestro: “Tengo lo que es tuyo, lo que crees tuyo”… ¿Y qué haces? No hay nada que te diga dónde está, cómo es… a duras penas si sabes que tiene dientes, porque da mordiscos, pero ni idea de dónde encontrarla para decirle eso que no sabes qué es pero que sabes que le tienes que decir…

-Tal vez si usted hablara con su esposo aclararía muchas cosas –sugerí.

-¿Hablar? ¡Ni hablar! Él es como una barra de jabón: entre más lo intentas apretar, más rápido se desliza y más lejos te salta de las manos. Además, no quiero que me siga mintiendo, yo para saber lo que necesito tengo mis métodos…

-¿Sus métodos?

-Sí, ya sabes: oler la ropa, revisar la cartera, el celular… llamar al trabajo, ¿por qué habría de enojarse? Si dice que está en el trabajo y está, pues no pasa nada…

-¿Y cuál sería entonces el problema?

-Que me apareció con un mordisco, mujer, ¡qué lentitud la tuya, que no has pillado nada! Un mordisco, ¡ahí, cerquitica de las bolas! Una mandíbula entera pero pequeña, como de ratón… ¡Debe andar con una enana!

Contengo las ganas de reír, tomo aire y hago lo que hacen todos los que no tienen mucho que aportar: respondo con una pregunta.

-¿Y descubrió algo?

-¿La ropa? Olor a ciudad, a moto, a cigarrillos. Los infieles fuman para que el humo del cigarrillo les disfrace los olores de las mujeres con las que andan… ¿Chanel? ¿Dior? ¿Britney? Hay más de uno que después de treinta años de matrimonio va y se acuesta con una veinteañera que use los perfumes de la Britney… ¿Te imaginas?

-Creo… supongo que lo puedo imaginar…

-¿Cómo no? ¡Si tú ya pasaste por eso!

-Ciertamente –mentí otra vez.

-¿La billetera? Vacía. La prueba más contundente de todas: billetera vacía porque tiene con quién gastarse el dinero.

-¿Y el móvil?

-Un desierto.

-¿Entonces?

-¿Entonces qué? ¡Pues que tiene un mordisco en la ingle, mujer! ¿Para qué hurgar más?

Se levanta súbitamente y coge una revista de la cesta. Veo la fecha de reojo: tres años de antigüedad y muchas arrugas causadas, seguramente, por la avidez de incontables mujeres devorándola mientras esperan un peinado.

Intuyo que la conversación ha terminado, pero algo dentro de mí me impulsa a reanudar el mero hecho de hablar, aunque no sea con esta mujer, aunque no sea sobre lo mismo, pero… ¿qué tenemos en común las señoras de la peluquería y yo? ¿De qué podríamos conversar si no de los hombres?

Me levanto de la silla y emprendo un recorrido por el salón intentando, quizás, encontrar una nueva interlocutora, pero sospecho que mi vida es particularmente distinta a la vida del promedio. Tengo veinte años y en pleno siglo XXI estoy casada tan joven y creo que soy feliz en un matrimonio que parece enredado en la más atípica fidelidad, ¿qué hacer? ¿Qué decir? ¿Que apenas ayer hice mi primer pollo al horno?

-¡Qué buen corte! –una mujer de melena teñida del rojo de La Sirenita me mira por encima de sus gafas.

-Mil gracias…

Justo al terminar el cumplido reconozco en aquello mi oportunidad de mantenerme entretenida. Entonces reacciono al ras de perder la ocasión:

-Mil gracias… Quiero decir, se lo agradezco al hijo de puta.

-¿Perdón? –La mujer mantenía su postura, escrutándome por encima de las gafas.

-Todo cabello tan corto equivale a una canallada muy grande…

-Usted, hija, es una mujer joven, pero una mujer sabia… ¿Sabe qué? Si se sienta aquí, al ladito mío, yo le digo cómo olvidarse de ese cristiano y ser feliz de verdad.

-¿Está segura de que puede? ¡Llegó con un mordisco en la…

Me detengo para evitar rendirme ante la risa. Me estoy divirtiendo al parodiar a la mujer traicionada que me buscó conversación algunos minutos atrás. Mi nueva compañera de charla no nota el bache porque reacciona como si su experiencia fuese un matamoscas y mi frase apenas un mosquito aplastado al instante:

-¡A todas nos han mordido el marido, hija!

-¿Ah, sí? –Me sorprendo y me reengancho mentalmente en la angustia de recordar si hay marcas sospechosas en el cuerpo de mi esposo.

-¡Por supuesto! La que no lo muerde lo rasguña, pero algo le hace…

-¿Y qué se puede hacer?

-Básicamente hay dos opciones: ser la que muerde o ser la cornuda.

-¿Y usted de cuáles es?

-¿Tú me ves el pelo corto, como un marimacho acaso?

Me abruma su desparpajo al confesar entre líneas que es una mujer que muerde, rasguña y hace, seguramente, muchas cosas más. En una misma tarde estoy viendo sin querer las dos caras de una de las monedas más antiguas de la historia: la infidelidad.

La mujer agita con sus dedos su melena carmesí y enseguida relaja su actitud de superioridad: comienza a verme a través de las gafas y, con un tono casi maternal, me invita con sus manos a sentarme a su lado.

-Yo también sufrí y me corté el cabello. El cabello, hija, es el delator más poderoso que hay: toda mujer que no puede arremeter contra el marido, contra la suegra o contra la amante del marido, y que asimismo sabe que no es capaz de ahorcarse o cortarse las venas, mutila lo único que no duele, que no sangra, que no se queja y que vuelve a crecer: el cabello.

-Yo no lo pensé así cuando lo hice –ésa era la única verdad que había dicho en esa peluquería.

-Lo sé, es inconsciente, por lo menos las primeras veces pero ponte a observar: las mujeres con los peinados más horribles, son las que peores vidas llevan.

Siempre había pensado lo contrario: que el cabello largo era cosa de adolescentes y el corto era un asunto ejecutivo, la opción ideal para toda “primera dama” que se precie de serlo. Lo veía en las mujeres europeas y sentía fascinación y por eso quise imitarlas y convertí mi melena de medio metro de largo en un esponjoso coliflor. Pero, al parecer, las mujeres que por azar de la vida coinciden en esta peluquería sienten que el cabello es el idiota del salón, el que lleva todos los golpes y sirve para cobrar todas las venganzas.

Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Una respuesta a Pelo largo, pelo corto

  1. Shimoda dijo:

    Me encantó éste relato…pero sobre todo la calidad del lenguaje usado y la soberbia manera de describir los vaivenes de los sentimientos femeninos, muy cerebrales todos ellos…enhorabuena 🙂

Deja un comentario